Estuvo hablando con Molina por más de una hora. Le hizo bien, se pudo reír, pensar las cosas pasadas en estos días de otra manera, pensar en otras cosas, pensar en lo cercano en el tiempo y no en esos recuerdos inconexos de su niñez que se le presentaban: la visita con sus padres a conocidos y amigos de ellos en circunstancias de velorios y funerales. Imágenes que no le llegaban solas, también con sensaciones que lo agotaban. Esa sensación en su pecho y garganta, un aleteo de algo que quería salir. Un grito. Miedo y tristeza.
A veces cuando hablaba con Molina sentía una vibración en su voz que trató con éxito de esconder con chistes y risotadas. Chistes malos y risas falsas. Hasta que llegaron las verdaderas y pudo sentirse en paz unos momentos.
Después de la llamada sin darse cuenta empezó a recordar esos días posteriores al último velorio que acompañó a sus padres en su infancia. Las caras que ponía su padre, los rezos que hacía su madre. Ella estaba preocupada, ella le creía. Lo llevó a dónde un cura esa vez y también dónde una Meica. Algo que daba mal olor quemó ella en la cocina y su padre puso caras raras y dijo que no soportaba vivir esa situación, que le estaban exagerando mucho, que no quería que a su casa entrara una Machi ni un cura. Lo recordaba salir enojado hacia el jardín y tenía imagen de él cavando un hoyo pequeño. Después recordó que su padre estuvo fuera de casa un mes. Y su relación con su padre cambió y la relación de su padre con su madre cambió. Y el matrimonio terminó. Y fue ahí cuando dejó el sur y con su madre se vinieron a vivir a Valparaíso.
Quizá no eran sus ropas las que olían a flores ni su piel y solo era una sensación, pero de todas formas quería bañarse y así además relajarse. Le dolían los brazos como cuando era niño y debió acarrear una gran maleta, su madre llevaba otra en esa ocasión y en esa ocasión era ella la que estaba triste.
Stefano siempre había pensado que no era un buen hijo. Llevaba casi dos meses sin hablar con su madre, o en realidad mucho más. Lo único que hacían era escribirse correos electrónicos desde que ella se fue a Uruguay con su tía que les dió techo cuando llegaron a Valparaíso (con la que él estaba agradecido, pero nunca se llevaron bien. Ella se persignaba cuando lo veía y llevaba años mandando correos de cadenas con imágenes de ángeles. Su madre también lo hacía, aunque no siempre). Le debía una respuesta larga a su madre para contarle las últimas cosas, siempre lo dejaba para mañana y nunca lo hacía. Pero esta vez será distinto, se dijo, mañana si que le escribo.
Curiosamente con su padre había hablado solo dos semanas atrás por teléfono. No estaba bien y la atención médica en una pequeña ciudad del sur era tan lenta que de seguro entraría en una funeraria antes que al hospital, había dicho su padre. Se había reído, tosido en forma brutal que debió cortar la llamada y le llamó cuando se sintió mejor.
¿Por qué esa vez con la solapada mención de funerales él no tuvo problemas? ¿Por qué el gatillante fue el funeral de un extraño?
No durmió bien esa noche. Despertó un par de veces creyendo que alguien había entrado en su departamento. Se levantó la segunda vez a mirar. Encendió todas las luces de su pequeño departamento, después se fue apagándolas hasta llegar a su cama y cuando estaba por apagar la de su velador, recordó ese día que vio moverse junto el ataúd cuando era niño a ese raro animal. Sintió su cuerpo como si fuera de lana y el miedo como un sudor frío que bajaba por su espalda. Un cosquilleo en el cuero cabelludo y en el escroto. Ahogó un grito tratando de calmarse, pensando que era esa la manera cómo se sentía cuando era niño.
Las imágenes quedaron ordenadas, con algunos vacíos aunque escasos y por ello podía volver a contar a sí mismo qué ocurrió.
Cuando niño le gustaban esos velorios en pueblos pequeños, con muchas calles sin pavimentar mostrando sus tierras rojizas y de colores café, de ese color café que a su corta edad solo había visto en la taza de café con leche que tomaba su padre en las mañanas. Le gustaba saltar en esas pozas de agua y que nadie le dijera nada, porque estaban tristes. Le gustaban esos velorios por los otros niños y niñas que conocía. Y les daban de comer cosas que a veces en su familia no podían comer siempre a la hora de once. Y a veces tenían comidas como cazuela en la noche para los invitados. Por eso le gustaba acompañar a sus padres a esos velorios y funerales.
En ese último todo fue diferente. Tenía diez años y se encontró con que solo había dos niños (que no le prestaron atención) y las niñas eran mayores que él y no lo miraban como lo hacían las otras niñas (por la ropa elegante con la que lo vestían). Y había pena en la cara de esas niñas.
Estuvo buena parte de esa noche cerca del ataúd, primero junto a su padre y después que su mamá volvió de ayudar en la cocina estuvo con ella, hasta que se sumó a un grupo a rezar el rosario. Así que él se puso a ver las velas encendidas en cada esquina de la especie de mesa en la que estaba el ataúd. Después su mirada fue al lavatorio con agua debajo del ataúd y la luz de las velas que se reflejaban allí. Miró harto rato hasta que vio una sombra salir del lavatorio e irse a las flores que estaban junto a los pies del ataúd. Una sombra extraña, que se hizo más sólida y que de pronto tomó una forma animal y que empezaba a tornarse roja como la tierra roja de la calle con la que él jugaba.
Se asustó tanto que salió corriendo al patio, gritando. Las niñas estaban fumando a escondidas y se enojaron al verlo, lanzaron los cigarros a un tarro al lado de ellas. Su madre salió tras él y lo abrazó. Él le contó lo que había visto, ese animal más grande que un gato, de color rojizo. Después llegaron las otras mujeres que estuvieron rezando el rosario con su madre, lo rodearon y rezaron por él. Ese niño con su corazón desbocado agradeció que lo protegieran de ese animal. Se quedó dormido. Se enteraría con la visita de la Meica y el Cura en su casa que las mujeres del rosario habían concluído en qué era lo que había visto y qué era lo que temían. Que era un animal infernal y que podía ir tras él. Por eso su madre hizo tantas cosas, incluso fue ella la que le regaló una pequeña linterna.
Después de eso no fue más a velorios no porque su madre trató de no exponerlo a algo similar.
Con el paso de los años lo fue olvidando detalles y solo recordaba que debía tener cuidado de las sombras y la oscuridad. Comprendió que con una linterna podría estar seguro. Aunque nunca volvió a ver a ese animal. También recordó las tantas noches que solo podía dormir con la luz encendida de su cuarto.
En ese silencio de la noche escuchaba su corazón acelerado, un martilleo en sus oídos. No podía dejar de pensar que todo era real y que en el cementerio se encontró con un animal similar que se escondía en las sombras. La voz del niño que fue, le decía que tuviera cuidado.
La mala sensación no se la podía quitar. ¿Y si en realidad había algo?¿Y si en realidad había algo en ese mausoleo y si lo siguió? No se atrevió a apagar la luz del velador, creyendo que aquello que lo siguió lo esperaba en las sombras del pasillo. Esperaba a que él apagara la luz.
Decidió ver unos videos divertidos en internet en su teléfono y se coló, otra vez, su voz de niño:
“Ese animal es más grande que Rubí”
Eso fue lo que le dijo a su madre esa vez. Y sí, Rubí era una gata. Su gata que desapareció en esas fechas en que él estuvo mal.
Le habían dicho que alguien se había robado a Rubí. Pero tenía ese recuerdo de su padre en el jardín haciendo un hoyo.
“Nos mintieron”, dijo su voz de niño, “Fue ese animal el que lo mató, pero ahora viene por tí”.
En ese momento también escuchó el sonido de hojas secas siendo pisadas en el pasillo, alejándose. No se atrevió a volver a levantarse a mirar. No pudo volver a dormir esa noche. Y aunque se había prometido no fumar en la cama, lo volvió a hacer. Hasta que salió el sol.
No había marcas de pisadas ni hojas secas en el pasillo. Solo había un olor a flores descompuestas.
[Fin Capitulo 2 de este boceto: WIP]